jueves, 12 de abril de 2018

Hay que leerse la letra pequeña, siempre

Tener un aviso en el buzón de correos, el postal, de carta certificada y no saber quién la envía siempre resulta inquietante. ¿Una multa de tráfico?, ¿una paralela de Hacienda?... La duda sobre los posibles orígenes (de carácter impositor habitualmente) provocan, al menos en mí, que las siguientes 24 horas (el tiempo que hay que dejar transcurrir hasta poder recogerla) las viva con desazón.

También es verdad que mi forma de ser, un tanto obsesiva compulsiva, fagocita este comportamiento. La última vez que me enfrenté a esta situación fue ayer. Acudí a recoger una misiva enviada por la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones, dependiente del Ministerio de Economía. Para resumir su contenido: hace dos años puse una reclamación y en este escrito me comunicaban que se reiteraban en el desistimiento, daban por agotaba la vía ‘administrativa’ y me anunciaban que solo me quedaba el contencioso (y pagar abogados) para intentar alcanzar mis objetivos.

La cosa es que hace un par de veranos contratamos (y pagamos) unas vacaciones que no pudimos realizar porque a mi pareja, en paro, le hicieron una oferta de trabajo, que aceptó, y comenzaba justo en los días en que se iniciaba el viaje. Previsores, habíamos contratado un seguro que, creíamos, cubría ésta y otras circunstancias. Qué ilusos.

Si bien es cierto que una de las causas que recogía el condicionado del seguro para devolver el dinero era el comienzo de una relación laboral, el detalle explicaba que el contrato de trabajo que impedía la realización del viaje debía prolongarse durante, al menos, SEIS meses. El que firmó mi chica fue por obra y, finalmente, duró cinco meses.

Según los datos del Servicio Público de Empleo Estatal, en agosto de 2016 (cuando íbamos a emprender el viaje)  se firmaron 662.918 contratos eventuales por circunstancias de la producción; de los cuales, 478.410 (el 72%) fueron por menos de tres meses, mientras que la mayor parte de los de obra o servicio tuvieron una duración inferior a los 7 días. En resumen y para no agobiar con cifras, la duración de los contratos firmados durante ese mes fue de 55,85 días.

Las distintas reformas laborales acometidas en los últimos años han disparado la tasa de temporalidad en España. Más del 90% de los contratos que se firman son temporales. Nuestro país encabeza en la UE el empleo temporal no deseado y ocupamos la segunda posición (solo nos supera Polonia) en número de personas con ‘temporalidad laboral’.

Con estos datos, entendíamos que el condicionado del seguro no se adecuaba a la realidad laboral del país y que esta obligación se convertía en desproporcionada e injusta. Así lo hicimos saber, primero a la compañía de seguros en cuestión y, tras recibir su displicente negativa, al departamento de reclamaciones de la Dirección General de Seguros.

Han transcurrido casi dos años desde que comenzara este tortuoso viaje. El resultado ha sido negar, o mejor dicho, obviar, una realidad: la situación del mercado laboral, para volvernos a reiterar el desistimiento de la reclamación e insistir en la circunstancia de que el texto con las condiciones del seguro lo deja meridianamente claro: “contratos de más de SEIS meses”. Ni una palabra acerca de nuestra argumentación. ¿Y la lógica?. Mira que me lo dicen mi padres: "Hay que leerse la letra pequeña, siempre".

martes, 10 de abril de 2018

El marketing directo molesto

La verdad es que no sé muy bien quién revisa el cumplimiento de ciertas resoluciones legislativas o quién penaliza su incumplimiento. Me refiero concretamente a dos. Una está fechada en septiembre de 2017, y hace referencia a la decisión del Congreso de prohibir las campañas de publicidad que utilicen como reclamo el eslogan ‘sin IVA’, por el mensaje negativo que los ‘padres de la patria’ creen que traslada implícitamente: “Si te puedes escaquear de pagar el IVA, mucho mejor”.  

Pues bien, yo sigo viendo anuncios en la tele, en Twitter y en las marquesinas de los autobuses blandiendo el mensaje “Aprovecha los días sin IVA”. A las marcas que lo publicitan (algunas muy importantes) parece no importarles la cosa ética del cómo interpretará la audiencia ese claim engañoso y hacen caso omiso a la decisión que, supuestamente, se tomó para evitar malos entendidos acerca del uso publicitario del impuesto sobre al valor añadido.

El otro incumplimiento viene de más lejos y me consta que es mucho más molesto. El pasado mes de enero de 2017 el marketing directo y sin escrúpulos se acotaba, a petición de Bruselas, con la intención de evitar la intromisión vía teléfono, SMS y correo electrónico. Según se decía cuando se hizo pública la noticia,  querían trasladarlo a los 28 países de la Unión Europea para que fuera efectivo, como tarde, el pasado mes de mayo.

La cuestión es que tales medidas no parecen haber servido para evitar llamadas telefónicas al fijo en horas intempestivas, indiscriminadas e imposibles de rechazar. En algunos casos, el ring ring comienza a las ocho de la mañana, parece que no va a parar nunca (dura varios minutos) y cuando descuelgas se corta la comunicación.

Sucede varias veces a lo largo del día y la razón de que no conteste nadie es que la llamada la efectúa una máquina; su intención no es vender nada (todavía), sino establecer los horarios en qué los usuarios atienden la llamada telefónica. No sé siquiera si este tipo de llamadas (sin nadie al otro lado del auricular) está regulada y tiene limitaciones (por ejemplo, las llamadas comerciales tienen que hacerse entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche).

Es de imaginar que el cuore del negocio de las compañías que están detrás de esta acción es confeccionar listas con números de teléfono y horarios en los que la gente está en casa y contesta. Una información por la que las empresas que pretenden vendernos sus productos o servicios pagarán una buena cantidad de dinero. El objetivo es optimizar el proceso de venta y perder el menor tiempo posible en la captación de nuevos clientes.

Luego están aquellas llamadas que nos asaltan a la hora de la comida, de la siesta o que interrumpen la cena entre las ocho y las nueve de la noche. Suelen ofrecerte servicios con operadores telefónicos y, aunque parezcan proceder de números telefónicos con prefijo español, muchas de esas comunicaciones se establecen desde allende de los mares (donde presumiblemente los salarios de quiénes nos llaman serán mucho más bajos). Los horarios serán más intempestivos en tanto en cuanto las llamadas coincidan con la parte inicial o final de las jornadas laborales de las ciudades de origen (localizadas en Sudamérica).

Si miras en Internet y buscas los números de teléfono desde los que te ‘acosan’, se comprueba que hay un montón de ciudadanos que ya se estaban quejando de esta circunstancia antes que tú. No se puede hacer nada para evitarlo. Ni apuntarse a las listas Robinson (estamos hablando de empresas sin ningún código ético que no van a participar voluntariamente de este recurso), ni colgar sin oír al interlocutor de turno, ni escucharle tranquilamente y pedirle, por favor, que respete nuestros derechos ARCO y nos saque de su base de datos.

Habrá que esperar a que alguien con el ingenio suficiente invente algún discriminador de llamadas entrantes (nuestro operador cobra por bloquear números en el fijo) que detecte esas comunicaciones indeseables, las ponga en espera indefinidamente (a ser posible con una música insoportable de fondo) y envíe automáticamente la información de las mismas al departamento correspondiente (oficina del consumidor, oficina de atención al usuario de telecomunicaciones, etcétera) para que les aperciban y multen, según corresponda. ¡Venga, ánimo, inventores!