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Son las siete de la mañana. Frente a mí, una bancada con cuatro asientos. Los dos del centro están ocupados por una mujer y un hombre, ambos de mediana edad y con mensajes diferentes, enfrentados. Ella lee con devoción (la veo mover los labios) un diminuto y desgastado libro de salmos con la imagen de una virgen en la portada, ya amarillenta. Es el mensaje de la resignación. La comunicación repetitiva, como una oración, que establecen los desesperados que han entrado en estado de shock y ya no tienen capacidad de respuesta.
A su lado, un señor medio calvo con traje y corbata. Lleva un maletín de piel del que saca una bolsa de plástico transparente en la que hay cuatro cómics de Marvel. Coge uno de ellos, lo abre y lo ‘devora’ con la vista. Parece una eternidad hasta que pasa la siguiente página. Estamos con el mensaje de la tolerancia y de la esperanza. Los superhéroes nos muestran el camino para respetar al que es diferente, proteger al débil y la moraleja de “no importa cuán difícil sea salir adelante, si luchas por conseguirlo lo lograrás y, si no, al menos lo habrás intentado”.
A mis observados les flanquean otras dos personas, algo más jóvenes, que están leyendo en un libro electrónico mientras escuchan música (o la radio, a saber). Es el mensaje de la distracción, del escapismo. Huir de la realidad, no ver ni oír lo que te rodea, dejarse llevar lejos, a otra parte. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Quedan dos paradas para bajarme y cambiar de convoy; pero antes, aparece un señor grueso, con acento sudamericano que dice en voz alta: “Tres galletas recubiertas de chocolate por un euro, una por 50 céntimos. Que dios les bendiga. Gracias a su ayuda he podido salir adelante con mi familia”. Sí, ya me ha aprendido su cantinela. Viste correctamente, bien peinado y amable, recorre los pasillos de los vagones lanzando su discurso, y facturando. Ya tiene clientela. Es el mensaje de la solidaridad. Son las 7:45 horas y, como diría un GPS, he llegado a mi destino. Me bajo, hasta mañana.
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